martes, 17 de diciembre de 2013

Conversar, Sentir y Pensar... Desde el SUR. Ahora desde el periódico El Espectador - Jair Montoya Toro

Publicado también en el periódico El Espectador

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El cantar cotidiano de los pájaros, la felicidad de las gentes, los cientos de verdes que se estrellan contra la retina, el jornalero de la tierra que inicia su faena sin que aún salga el sol, el cielo de tantos azules que juega con nubes traviesas, el habitante urbano que se levanta a la lucha por su día y los que quiere, el agua que refresca y aviva los lugares, los niños que esperan al Niño Dios y sus regalos…
Lo anterior y miles de situaciones más son las que se viven en cotidiano en este territorio, en este lugar donde tenemos las raices echadas, donde están nuestras historias, nuestros sueños, nuestras frustraciones, en esta Colombia y en esta América Latina estamos nosotros, aquí pasa lo más importante de cientos de millones de humanos: suceden sus vidas.
Esta América Latina tiene mucho por decir, por contarse, por quererse, por desencantarse de los espectáculos que pretenden montarle desde otros mundos; y este espacio tiene como propósito ayudar a conversar un poco más este territorio que somos, que vivimos nosotros; desde aquí se seguirá hablando de nuestras tensiones, de nuestros autores, de nuestras propuestas, de nuestra música, de nuestra cultura, de nuestra diversidad, de nuestro ser distintos, de nuestro ser orgullasemente tropicales; de la complejidad y encanto que implica ser del SUR.
Los invito a seguir desde este espacio que nos brinda el periódico El Espectador, para afianzar nuestra conversación, nuestro sentir y nuestro conocer de lo que somos, y para que sigamos ayudando a construir lo que queremos ser, un lugar más humano, más respetuoso, menos grotesco, menos fatal.
El blog Conversar, Sentir y Pensar… Desde el SUR cumple un año, tiempo en el cual se ha podido contactar a los amigos, descubrir muchas personas que también se interesan por el pensar situado, por el conversar con sentido de territorio, con contenido desde los lugares que habitan; gracias a todos por sus comentarios y aportes que son alimento para este blog; los invito y les pido que sigan ayudando en esta tarea de deconstruir imaginarios perversos y de avivar una sociedad más humana.
Este blog está dedicado a mi mamá; mi primera y más determinante maestra, a ella que siempre ha insistido en el valor de la disciplina, la rigurosidad y la perseverancia, a ella por haberme iniciado en el aprendizaje y haber despertado en mí la pasión por conocer.
En esta trama, que es la vida, tengo la fortuna de estar acompañado por humanos maravillosos, sensibles, situados y deseosos de discutir el mundo que habitan; todo mi reconocimiento y gratitud a: Jorge Paredes, Alberto Orozco, Luz Adriana Restrepo, Walter Sánchez, Germán Guarín, Patricia Noguera, Jaime Pineda, Álvaro Jaramillo, Fernando Gast; a todos ustedes muchas gracias por su generosidad y su paciencia ayudándome con estos hilos y este embrollo de intentar Conversar, Sentir y Pensar… Desde el SUR.


jairmontoyatoro@gmail.com
@jairmontoyatoro

jueves, 5 de diciembre de 2013

Algunos frutos del autor del blog Conversar, Sentir y Pensar... Desde el SUR - Jair Montoya Toro

Este blog quiero dedicarlo a mi mamá, mi primera y más determinante maestra, a ella que siempre ha insistido en el valor de la disciplina, la rigurosidad y la perseverancia; a ella por haberme iniciado en el aprendizaje y haber despertado en mí la pasión por conocer.

Los trabajos aquí propuestos son el resultado mi comprensión del mundo que habito, pero indudablemente son sólo nodos en los que confluyen muchos pensamientos, discusiones y grandes aportes de personas generososas con las cuales he compartido espacios de mi vida; todos ellos son humanos con una alta sensibilidad social, con un gran compromiso y muchas preguntas por los lugares que habitan; quiero expresar a ellos mi gratitud por su compañía, sus enseñanzas y ante todo su paciencia; en estos caminos y por lo tanto en estos frutos están: Jorge Luis Paredes, Walter Sánchez, Alberto Orozco, Luz Adriana Restrepo, Germán Guarín, Patricia Noguera, Jaime Pineda, Alvaro Jaramillo, Fernando Gast.

jairmontoyatoro@gmail.com
@jairmontoyatoro

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miércoles, 27 de noviembre de 2013

"... Seguro que fue un sueño -insistían los oficiales -, en Macondo no ha pasado nada..."


[...] José Arcadio Segundo y otros dirigentes sindicales que habían permanecido hasta entonces en la clandestinidad, aparecieron intempestivamente un fin de semana y promovieron manifestaciones  en los pueblos de la zona bananera. La policía se conformó con vigilar el orden. Pero en la noche  del lunes los dirigentes fueron sacados de sus casas y mandados, con grillos de cinco kilos en los  pies, a la cárcel de la capital provincial.

Entre ellos se llevaron a José Arcadio Segundo y a Lorenzo Gavilán, un coronel de la revolución mexicana, exiliado en Macondo, que decía haber sido testigo del heroísmo de su compadre Artemio Cruz. Sin embargo, antes de tres meses estaban en libertad, porque el gobierno y la compañía bananera no pudieron ponerse de acuerdo sobre quién  debía alimentarlos en la cárcel. La inconformidad de los trabajadores se fundaba esta vez en la  insalubridad de las viviendas, el engaño de los servicios médicos y la iniquidad de las condiciones  de trabajo. Afirmaban, además, que no se les pagaba con dinero efectivo, sino con vales que sólo  servían para comprar jamón de Virginia en los comisariatos de la compañía. José Arcadio Segundo fue encarcelado porque reveló que el sistema de los vales era un recurso de la compañía  para financiar sus barcos fruteros, que de no haber sido por la mercancía de los comisariatos  hubieran tenido que regresar vacíos desde Nueva Orleáns hasta los puertos de embarque del  banano.

Los otros cargos eran del dominio público. Los médicos de la compañía no examinaban a  los enfermos, sino que los hacían pararse en fila india frente a los dispensarios, y una enfermera  les ponía en la lengua una píldora del color del piedralipe, así tuvieran paludismo, blenorragia o  estreñimiento. Era una terapéutica tan generalizada, que los niños se ponían en la fila varias  veces, y en vez de tragarse las píldoras se las llevaban a sus casas para señalar con ellas lo  números cantados en el juego de lotería. Los obreros de la compañía estaban hacinados en  tambos miserables. Los ingenieros, en vez de construir letrinas, llevaban a los campamentos, por  Navidad, un excusado portátil para cada cincuenta personas, y hacían demostraciones públicas de  cómo utilizarlos para que duraran más. Los decrépitos abogados vestidos de negro que en otro  tiempo asediaron al coronel Aureliano Buendía, y que entonces eran apoderados de la compañía  bananera, desvirtuaban estos cargos con arbitrios que parecían cosa de magia.

Cuando los  trabajadores redactaron un pliego de peticiones unánime, pasó mucho tiempo sin que pudieran  notificar oficialmente a la compañía bananera. Tan pronto como conoció el acuerdo, el señor  Brown enganchó en el tren su suntuoso vagón de vidrio, y desapareció de Macondo junto con los representantes más conocidos de su empresa. Sin embargo, varios obreros encontraron a uno de  ellos el sábado siguiente en un burdel, y le hicieron firmar una copia del pliego de peticiones  cuando estaba desnudo con la mujer que se prestó para llevarlo a la trampa. Los luctuosos  abogados demostraron en el juzgado que aquel hombre no tenía nada que ver con la compañía, y  para que nadie pusiera en duda sus argumentos lo hicieron encarcelar por usurpador. Más tarde,  el señor Brown fue sorprendido viajando de incógnito en un vagón de tercera clase, y le hicieron  firmar otra copia del pliego de peticiones. Al día siguiente compareció ante los jueces con el pelo pintado de negro y hablando un castellano sin tropiezos. Los abogados demostraron que no era el  señor Jack Brown, superintendente de la compañía bananera y nacido en Prattville, Alabama, sino  un inofensivo vendedor de plantas medicinales, nacido en Macondo y allí mismo bautizado con el  nombre de Dagoberto Fonseca. Poco después, frente a una nueva tentativa de los trabajadores,  los abogados exhibieron en lugares públicos el certificado de defunción del señor Brown, autenticado por cónsules y cancilleres, y en el cual se daba fe de que el pasado nueve de junio  había sido atropellado en Chicago por un carro de bomberos.

Cansados de aquel delirio  hermenéutico, los trabajadores repudiaron a las autoridades de Macondo y subieron con sus  quejas a los tribunales supremos. Fue allí donde los ilusionistas del derecho demostraron que las  reclamaciones carecían de toda validez, simplemente porque la compañía bananera no tenía, ni  había tenido nunca ni tendría jamás trabajadores a su servicio, sino que los reclutaba  ocasionalmente y con carácter temporal. De modo que se desbarató la patraña del jamón de  Virginia, las píldoras milagrosas y los excusados pascuales, y se estableció por fallo de tribunal y  se proclamó en bandos solemnes la inexistencia de los trabajadores.

La huelga grande estalló. Los cultivos se quedaron a medias, la fruta se pasó en las cepas y los  trenes de ciento veinte vagones se pararon en los ramales. Los obreros ociosos desbordaron los  pueblos. La calle de los Turcos reverberó en un sábado de muchos días, y en el salón de billares  del Hotel de Jacob hubo que establecer turnos de veinticuatro horas. Allí estaba José Arcadio  Segundo, el día en que se anunció que el ejército había sido encargado de restablecer el orden  público. Aunque no era hombre de presagios, la noticia fue para él como un anuncio de la  muerte, que había esperado desde la mañana distante en que el coronel Gerineldo Márquez le  permitió ver un fusilamiento. Sin embargo, el mal augurio no alteró su solemnidad Hizo la jugada  que tenía prevista y no erró la carambola. Poco después, las descargas de redoblante, los ladridos  del clarín, los gritos y el tropel de la gente, le indicaron que no sólo la partida de billar sino la  callada y solitaria partida que jugaba consigo mismo desde la madrugada de la ejecución, habían  por fin terminado. Entonces se asomó a la calle, y los vio. Eran tres regimientos cuya marcha  pautada por tambor de galeotes hacia trepidar la tierra. Su resuello de dragón multicéfalo  impregnó de un vapor pestilente la claridad del mediodía. Eran pequeños, macizos, brutos.

Sudaban con sudor de caballo, y tenían un olor de carnaza macerada por el sol, y la impavidez  taciturna e impenetrable de los hombres del páramo. Aunque tardaron más de una hora en pasar,  hubiera podido pensarse que eran unas pocas escuadras girando en redondo, porque todos eran  idénticos, hijos de la misma madre, y todos soportaban con igual estolidez el peso de los  morrales y las cantimploras, y la vergüenza de los fusiles con las bayonetas caladas, y el incordio  de la obediencia ciega y el sentido del honor. Ursula los oyó pasar desde su lecho de tinieblas y  levantó la mano con los dedos en cruz. Santa Sofía de la Piedad existió por un instante, inclinada  sobre el mantel bordado que acababa de planchar, y pensó en su hijo, José Arcadio Segundo, que  vio pasar sin inmutarse los últimos soldados por la puerta del Hotel de Jacob.

La ley marcial facultaba al ejército para asumir funciones de árbitro de la controversia, pero no  se hizo ninguna tentativa de conciliación. Tan pronto como se exhibieron en Macondo, los  soldados pusieron a un lado los fusiles, cortaron y embarcaron el banano y movilizaron los trenes.

Los trabajadores, que hasta entonces se habían conformado con esperar, se echaron al monte sin  más armas que sus machetes de labor, y empezaron a sabotear el sabotaje. Incendiaron fincas y comisariatos, destruyeron los rieles para impedir el tránsito de los trenes que empezaban a  abrirse paso con fuego de ametralladoras, y cortaron los alambres del telégrafo y el teléfono. Las  acequias se tiñeron de sangre. El señor Brown, que estaba vivo en el gallinero electrificado, fue  sacado de Macondo con su familia y las de otros compatriotas suyos, y conducidos a territorio  seguro bajo la protección del ejército. La situación amenazaba con evolucionar hacia una guerra  civil desigual y sangrienta, cuando las autoridades hicieron un llamado a los trabajadores para  que se concentraran en Macondo. El llamado anunciaba que el Jefe Civil y Militar de la provincia  llegaría el viernes siguiente, dispuesto a interceder en el conflicto.

José Arcadio Segundo estaba entre la muchedumbre que se concentró en la estación desde la  mañana del viernes. Había participado en una reunión de los dirigentes sindicales y había sido  comisionado junto con el coronel Gavilán para confundirse con la multitud y orientarla según las  circunstancias. No se sentía bien, y amasaba una pasta salitrosa en el paladar, desde que advirtió  que el ejército había emplazado nidos de ametralladoras alrededor de la plazoleta, y que la  ciudad alambrada de la compañía bananera estaba protegida con piezas de artillería. Hacia las  doce, esperando un tren que no llegaba, más de tres mil personas, entre trabajadores, mujeres y  niños, habían desbordado el espacio descubierto frente a la estación y se apretujaban en las  calles adyacentes que el ejército cerró con filas de ametralladoras.

Aquello parecía entonces, más  que una recepción, una feria jubilosa. Habían trasladado los puestos de fritangas y las tiendas de  bebidas de la calle de los Turcos, y la gente soportaba con muy buen ánimo el fastidio de la  espera y el sol abrasante. Un poco antes de las tres corrió el rumor de que el tren oficial no  llegaría hasta el día siguiente. La muchedumbre cansada exhaló un suspiro de desaliento. Un  teniente del ejército se subió entonces en el techo de la estación, donde había cuatro nidos de  ametralladoras enfiladas hacia la multitud, y se dio un toque de silencio. Al lado de José Arcadio  Segundo estaba una mujer descalza, muy gorda, con dos niños de unos cuatro y siete años.

Cargó al menor, y le pidió a José Arcadio Segundo, sin conocerlo, que levantara al otro para que  oyera mejor lo que iban a decir. José Arcadio Segundo se acaballó al niño en la nuca. Muchos  años después, ese niño había de seguir contando, sin que nadie se lo creyera, que había visto al  teniente leyendo con una bocina de gramófono el Decreto Número 4 del Jefe Civil y Militar de la  provincia. Estaba firmado por el general Carlos Cortés Vargas, y por su secretario, el mayor  Enrique García Isaza, y en tres artículos de ochenta palabras declaraba a los huelguistas cuadrilla de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala.

Leído el decreto, en medio de una ensordecedora rechifla de protesta, un capitán sustituyó al  teniente en el techo de la estación, y con la bocina de gramófono hizo señas de que quería  hablar. La muchedumbre volvió a guardar silencio.

-Señoras y señores -dijo el capitán con una voz baja, lenta, un poco cansada-, tienen cinco  minutos para retirarse.

La rechifla y los gritos redoblados ahogaron el toque de clarín que anunció el principio del  plazo. Nadie se movió.

-Han pasado cinco minutos -dijo el capitán en el mismo tono-. Un minuto más y se hará fuego.  José Arcadio Segundo, sudando hielo, se bajó al niño de los hombros y se lo entregó a la  mujer. «Estos cabrones son capaces de disparar», murmuró ella. José Arcadio Segundo no tuvo  tiempo de hablar, porque al instante reconoció la voz ronca del coronel Gavilán haciéndoles eco  con un grito a las palabras de la mujer. Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad  del silencio y, además, convencido de que nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada  por la fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo se empinó por encima de las cabezas que  tenía enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz.

-¡Cabrones! -gritó-. Les regalamos el minuto que falta.

Al final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una especie de alucinación. El  capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto. Pero  todo parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas  de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre  la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea. De  pronto, a un lado de la estación, un grito de muerte desgarró el encantamiento: «Aaaay, mi  madre.» Una fuerza sísmica, un aliento volcánico un rugido de cataclismo, estallaron en el centro  de la muchedumbre con una descomunal potencia expansiva. José Arcadio Segundo apenas tuvo  tiempo de levantar al niño, mientras la madre con el otro era absorbida por la muchedumbre  centrifugada por el pánico.

Muchos años después, el niño había de contar todavía, a pesar de que los vecinos seguían creyéndolo un viejo chiflado, que José Arcadio Segundo lo levantó por encima de su cabeza, y se dejó arrastrar, casi en el aire, como flotando en el terror de la muchedumbre, hacia una calle  adyacente. La posición privilegiada del niño le permitió ver que en ese momento la masa  desbocada empezaba a llegar a la esquina y la fila de ametralladoras abrió fuego. Varias voces  gritaron al mismo tiempo:

-¡Tírense al suelo! ¡Tírense al suelo!

Ya los de las primeras líneas lo habían hecho, barridos por las ráfagas de metralla. Los sobrevivientes, en vez de tirarse al suelo, trataron de volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada compacta que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua. Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque sus bordes iban  siendo sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la metralla. El niño vio una mujer arrodillada, con los brazos en cruz,  en un espacio limpio, misteriosamente vedado a la estampida. Allí lo puso José Arcadio Segundo,  en el instante de derrumbarse con la cara bañada en sangre, antes de que el tropel colosal  arrasara con el espacio vacío, con la mujer arrodillada, con la luz del alto cielo de sequía, y con el  puto mundo donde Úrsula Iguarán había vendido tantos animalitos de caramelo.

Cuando José Arcadio Segundo despertó estaba boca arriba en las tinieblas. Se dio cuenta de  que iba en un tren interminable y silencioso, y de que tenía el cabello apelmazado por la sangre  seca y le dolían todos los huesos. Sintió un sueño insoportable. Dispuesto a dormir muchas horas,  a salvo del terror y el horror, se acomodó del lado que menos le dolía, y sólo entonces descubrió  que estaba acostado sobre los muertos. No había un espacio libre en el vagón, salvo el corredor  central. 

Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres  tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada,  y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarnos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano. Tratando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio  Segundo se arrastró de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren, y en los relámpagos que estallaban por entre los listones de madera al pasar por los pueblos dormidos  veía los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al  mar como el banano de rechazo. Solamente reconoció a una mujer que vendía refrescos en la  plaza y al coronel Gavilán, que todavía llevaba enrollado en la mano el cinturón con la hebilla de plata moreliana con que trató de abrirse camino a través del pánico. Cuando llegó al primer  vagón dio un salto en la oscuridad, y se quedó tendido en la zanja hasta que el tren acabó de  pasar. Era el más largo que había visto nunca, con casi doscientos vagones de carga, y una  locomotora en cada extremo y una tercera en el centro. No llevaba ninguna luz, ni siquiera las  rojas y verdes lámparas de posición, y se deslizaba a una velocidad nocturna y sigilosa. Encima  de los vagones se veían los bultos oscuros de los soldados con las ametralladoras emplazadas.

Después de medianoche se precipitó un aguacero torrencial. José Arcadio Segundo ignoraba donde había saltado, pero sabía que caminando en sentido contrario al tren llegaría a Macondo. Al cabo de más de tres horas de marcha, empapado hasta los huesos, con un dolor de  cabeza terrible, divisó las primeras casas a la luz del amanecer. Atraído por el olor del café, entró  en una cocina donde una mujer con un niño en brazos estaba inclinada sobre el fogón.

-Buenos -dijo exhausto-. Soy José Arcadio Segundo Buendía.

Pronunció el nombre completo, letra por letra, para convencerse de que estaba vivo. Hizo bien,  porque la mujer había pensado que era una aparición al ver en la puerta la figura escuálida,  sombría, con la cabeza y la ropa sucias de sangre, y tocada por la solemnidad de la muerte. Lo  conocía. Llevó una manta para que se arropara mientras se secaba la ropa en el fogón, le calentó  agua para que se lavara la herida, que era sólo un desgarramiento de la piel, y le dio un pañal limpio para que se vendara la cabeza. Luego le sirvió un pocillo de café, sin azúcar, como le  habían dicho que lo tomaban los Buendía, y abrió la ropa cerca del fuego.

José Arcadio Segundo no habló mientras no terminó de tomar el café.

-Debían ser como tres mil -murmuró.

-¿Qué?

-Los muertos -aclaró él-. Debían ser todos los que estaban en la estación.

La mujer lo midió con una mirada de lástima. «Aquí no ha habido muertos -dijo-. Desde los  tiempos de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo.» En tres cocinas donde se detuvo  José Arcadio Segundo antes de llegar a la casa le dijeron lo mismo: «No hubo muertos.» Pasó por  la plazoleta de la estación, y vio las mesas de fritangas amontonadas una encima de otra, y  tampoco allí encontró rastro alguno de la masacre. Las calles estaban desiertas bajo la lluvia  tenaz y las casas cerradas, sin vestigios de vida interior. La única noticia humana era el primer  toque para misa. Llamó en la puerta de la casa del coronel Gavilán. Una mujer encinta, a quien  había visto muchas veces, le cerró la puerta en la cara. «Se fue -dijo asustada-. Volvió a su  tierra.» 

La entrada principal del gallinero alambrado estaba custodiada, como siempre, por dos  policías locales que parecían de piedra bajo la lluvia, con impermeables y cascos de hule. En su  callecita marginal, los negros antillanos cantaban a coro los salmos del sábado. José Arcadio  Segundo saltó la cerca del patio y entró en la casa por la cocina. Santa Sofía de la Piedad apenas levantó la voz. «Que no te vea Fernanda -dijo-. Hace un rato se estaba levantando.» Como si  cumpliera un pacto implícito, llevó al hijo al cuarto de las bacinillas, le arregló el desvencijado  catre de Melquíades, y a las dos de la tarde, mientras Fernanda hacía la siesta, le pasó por la  ventana un plato de comida.

Aureliano Segundo había dormido en casa porque allí lo sorprendió la lluvia, y a las tres de la  tarde todavía seguía esperando que escampara. Informado en secreto por Santa Sofía de la  Piedad, a esa hora visitó a su hermano en el cuarto de Melquíades. Tampoco él creyó la versión  de la masacre ni la pesadilla del tren cargado de muertos que viajaba hacia el mar. La noche  anterior habían leído un bando nacional extraordinario, para informar que los obreros habían obedecido la orden de evacuar la estación, y se dirigían a sus casas en caravanas pacíficas. El  bando informaba también que los dirigentes sindicales, con un elevado espíritu patriótico, habían  reducido sus peticiones a dos puntos: reforma de los servicios médicos y construcción de letrinas  en las viviendas. 

Se informó más tarde que cuando las autoridades militares obtuvieron el  acuerdo de los trabajadores, se apresuraron a comunicárselo al señor Brown, y que éste no sólo  había aceptado las nuevas condiciones, sino que ofreció pagar tres días de jolgorios públicos para  celebrar el término del conflicto. Sólo que cuando los militares le preguntaron para qué fecha podía anunciarse la firma del acuerdo, él miró a través de la ventana del cielo rayado de  relámpagos, e hizo un profundo gesto de incertidumbre.

-Será cuando escampe -dijo-. Mientras dure la lluvia, suspendemos toda clase de actividades.

No llovía desde hacia tres meses y era tiempo de sequía. Pero cuando el señor Brown anunció  su decisión se precipité en toda la zona bananera el aguacero torrencial que sorprendió a José  Arcadio Segundo en el camino de Macondo. Una semana después seguía lloviendo. La versión  oficial, mil veces repetida y machacada en todo el país por cuanto medio de divulgación encontró el gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no hubo muertos, los trabajadores satisfechos habían vuelto con sus familias, y la compañía bananera suspendía actividades mientras pasaba la  lluvia. 

La ley marcial continuaba, en previsión de que fuera necesario aplicar medidas de  emergencia para la calamidad pública del aguacero interminable, pero la tropa estaba  acuartelada. 

Durante el día los militares andaban por los torrentes de las calles, con los pantalones enrollados a media pierna, jugando a los naufragios con los niños. En la noche,  después del toque de queda, derribaban puertas a culatazos, sacaban a los sospechosos de sus  camas y se los llevaban a un viaje sin regreso. Era todavía la búsqueda y el exterminio de los malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos del Decreto Número Cuatro, pero los militares lo negaban a los propios parientes de sus víctimas, que desbordaban la oficina de los comandantes  en busca de noticias. «Seguro que fue un sueño -insistían los oficiales-. En Macondo no ha  pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz.» Así consumaron el  exterminio de los jefes sindicales.

El único sobreviviente fue José Arcadio Segundo. Una noche de febrero se oyeron en la puerta  los golpes inconfundibles de las culatas [...]

Fragmento de Cien años de Soledad de Gabriel García Márquez.

@jairmontoyatoro
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viernes, 25 de octubre de 2013

Para que sirve la luna - William Ospina

Sabemos que al llegar a su exilio en la isla de Jersey, en 1852, Victor Hugo exclamó: “Miraré el mar”, y que Francois su hijo le respondió: “Yo traduciré a Shakespeare”. Borges ha dicho que en ese diálogo está implícita la vastedad del mar y la vastedad de Shakespeare. Sin saberlo, ambos estaban formulando de nuevo la comparación audaz que está en el soneto “Al abrir por primera vez el Homero de Chapman”, donde John Keats relaciona el descubrimiento de un libro con el descubrimiento de un mar. Aunque el joven Keats, que no tuvo tiempo de leer mucho, haya confundido en su poema a Balboa con Cortés, quizás porque pensaba menos en un hombre que en un arquetipo del explorador de mundos, la humanidad le ha perdonado su error y ha preferido recordar la metáfora: el hombre que se asoma por primera vez a un libro es como el descubridor que ve aparecer el océano Pacífico, en silencio, desde una cumbre del Darién.
El niño recibió por primera vez el libro en la voz de un anciano. Había en ese relato tierras fantásticas, ladrones, hombres que se transformaban en perros, mujeres que se convertían en yeguas, polemistas capaces de encerrar en una alforja a todo Egipto con sus camellos, sus pirámides y el inmenso desierto.
Eran tiempos de guerra y aquel libro oral de los atardeceres era un refugio contra la rudeza del mundo, una prueba de que en la vida no sólo hay crueldad sino también belleza, milagro y salvación. El anciano creía darle un cuento, pero el niño recibió una llave, con la que abriría después las bibliotecas. Para leer, lo primero que se requiere es la necesidad de escapar hacia otros mundos, la necesidad de soñar despiertos.
Después un maestro con el que nunca había hablado puso en sus manos otro libro, hecho de papel y de tinta, pero al cerrarlo el muchacho no recordaba haber visto renglones llenos de letras sino un joven que intentaba volar desde un tejado, un hombre que jugaba a las cartas con el diablo, unas montañas llenas de historias.
Aprendió que los libros son objetos mágicos. Basta abrir uno, y ya estamos en el tren de Varsovia que se dirige a todo vapor a San Petersburgo, viendo cómo conversan unos aristócratas empobrecidos; basta abrir otro y ya estamos a bordo de un barco perseguido por un dios; o en un viaje hacia el centro de la tierra, o en un castillo que tiene la forma de una calavera; o en una ciénaga donde hay un perro endemoniado.
Se preguntó por qué una de las primeras cosas que atrapan a los seres humanos son las historias de terror. No ha de faltar Edgar Allan Poe en el camino. Pero es que el mundo es esencialmente un sitio peligroso, y tal vez sea necesario vacunarse temprano contra el espanto, aplicándose unas pequeñas dosis.
Cuando  alguien dijo que no se les deben contar cuentos de hadas a los niños porque los hacen sufrir, Chesterton respondió que lo que nos enseñan los cuentos no es que existe el miedo sino que es posible triunfar sobre él, que los peligros unen a los seres humanos, que el dolor despierta en nosotros la compasión, que los débiles pueden triunfar sobre los fuertes, que los fuertes deben luchar contra su propia fortaleza, que si algo nos da libertad y capacidad de resistir son las flores de la imaginación.
Hoy se piensa que los libros son mercancías: pero en realidad son lámparas en las que pueden estar guardados unos genios imprevisibles. Y aunque no toda lámpara tiene genio, lo que brota de ellos también depende de lo que hay en el alma del hombre que frota la lámpara. Porque leer de verdad no es consumir sino crear, y a menudo son los lectores quienes les revelan a los autores qué fue lo que en realidad escribieron.
El autor no es dueño del sentido de lo que ha escrito. Un creador escribe, no para comunicar algo que ya sabía, sino para descubrir algo que ignoraba. Al acto de escribir lo llamamos creación porque se espera que en ese proceso surjan cosas nuevas, que el autor sea el primer sorprendido con ellas. Paul Valery dijo que el ser humano “es absurdo por lo que busca y es grande por lo que encuentra”, y Franz Kafka dijo algo aún más perturbador: “El que busca no halla, pero el que no busca es hallado”.
Un escritor no tiene que saber plenamente qué es lo que ha hecho, pero debe tener la certeza de que lo hizo con rigor, con responsabilidad y con pasión. Cervantes podía creer que estaba contando apenas la fábula divertida de un hombre que enloquece después de leer muchos libros y que se lanza a vivir aventuras que sólo ocurren en su imaginación, pero no llevaríamos cuatro siglos extrayendo de ese libro toda clase de enseñanzas, descubriendo en sus palabras uno de los más complejos retratos de la humanidad, si Cervantes no hubiera puesto en el libro toda su capacidad creadora, su energía vital, la necesidad de darle a su vida un rumbo y un sentido.
Los editores saben que el que imprime un libro imprime un enigma. Acaso sea posible lograr con ciertos libros un éxito inmediato, pero se necesita criterio y conocimiento profundo de la humanidad para saber si un libro permanecerá entre los seres humanos porque es necesario.
Borges dijo que Cervantes, para huir de los reinos de la mitología, les opuso la seca realidad de Castilla, pero que su libro convirtió la seca realidad de Castilla en mitología. La historia y el mundo son de hierro y de piedra, pero, unas generaciones después, los hechos ya son otros y el mundo también. La aplastante realidad, que parecía prometida a la duración y a lo eterno: Carlomagno, Carlos V, Napoleón, Hitler, la Segunda Guerra Mundial, el Imperio Británico, la Unión Soviética, las grandes revoluciones, todo se vuelve fantasmal e intangible. Si queremos volver a tener noticias de su grandeza, tendremos que buscarla en los libros.
Hay libros que ayudan a ver hechos, libros que ayudan a entenderlos y libros que ayudan a vivirlos. Crónicas periodísticas, relatos históricos, novelas: esta edad juega a disolver las fronteras entre los géneros. Juega a concebir un libro que sea crónica, relato y novela, y que a esa conjunción podamos llamarla poesía. Tal vez en ese sentido hablaba Eliot de las diferencias entre la información, el conocimiento y la sabiduría.
Sabemos que todo libro es ficción, porque la realidad no es verbal. La realidad es infinita y simultánea, y convertir esa complejidad en el hilo sucesivo de un relato parece una mera simplificación. Pretender que toda Roma desplomándose está en el libro de Gibbon parecería un delirio. Y sin embargo cuando leemos ese libro, tenemos la nítida impresión de que estamos viendo a Roma, minuciosa y poderosa, viviendo y desplomándose. Entonces comprendemos que la ficción no es lo contrario de la realidad sino que puede ser su síntesis.
Hay autores en los que todo parece nuevo y revelador, un continente apareciendo ante los ojos de los exploradores, un volcán arrojando magmas desconocidos. Pero también dijo Borges que todo lo nuevo arroja luz sobre sus precursores: cuando aparece Joyce descubrimos ciertas aventuras de Dickens, cuando aparece Borges descubrimos ciertas audacias de Chatterton, cuando aparece la Ilíada de Chapman descubrimos una metáfora nueva para la aventura de Balboa.
Pero hay que saber que el que compra un libro todavía no es su dueño. Que un libro sea el más vendido es buena noticia para el autor y los editores, pero todavía no es un triunfo para la humanidad. Podría ser mejor noticia saber cuál es el libro más prestado.
Hubo edades en que los libros no eran en absoluto mercancías. Cuando el mítico Homero moduló la Ilíada y la Odisea, no se les podía prohibir a los rapsodas que memorizaran los libros y los recitaran ante los auditorios en las ciudades griegas. Es más: leyendo el diálogo de Platón Ion o de la poesía, he sentido el asombro de descubrir que en Grecia no sólo se consideraba poeta al que creaba un libro sino también al que se lo apropiaba. El rapsoda afirma que sólo Homero lo conmueve y lo inspira: de modo que para ser rapsoda también se necesita inspiración. El poeta creador se apoderaba mágicamente del alma del rapsoda y lo convertía en su médium.
Los libros se trasmitían de un modo oral, y era un triunfo que mucha gente se apropiara de ellos. Ello nos lleva a pensar que el proceso de apropiación de un libro es complejo: el verdadero dueño de un libro no es el que lo compra sino el que lo lee, y el verdadero poseedor de los libros no es el que más libros lee sino el que los lee mejor.
En esta época en que nos tiraniza la estadística: quién vende más libros, quién lee más libros, quién tiene más libros, quién lee más rápido, no sólo conviene hallar respuestas sino cambiar de preguntas.
Sin duda ha de ser difícil empezar a leer, cuando vivimos en esto que ahora llaman la sociedad de la información. Porque hay que contrariar al menos tres males conjugados: la telaraña de las desdichas cósmicas que vierten sobre nosotros día y noche los informativos, la avalancha de datos que circulan sin contexto, y la sensación de que los hechos no tienen causa, una sensación nacida del puro frenesí de la actualidad, de una suerte de síndrome del presente puro.
Nuestra época nos crea la ilusión de que hay que saberlo todo, pero igual nos impone el deber inmediato de olvidarlo: nos contagia la alarma ante el presente y la irresponsabilidad ante el pasado. Esta época multicultural es Babel por el hormigueo de sus textos y sus muchedumbres, pero es Alejandría por esa doble tendencia de acumulación y de olvido. También fue Kafka quien dijo en su clásico tono sombrío que no estamos construyendo la torre sino el pozo de Babel.
Hay un ritmo de la lectura que parece condicionado por las urgencias de la época, pero es preciso recordar que hay otro ritmo que depende del texto mismo, y otro ritmo que depende de la atención del lector. Es cierto que hay libros cuya lectura casi no nos permite detenernos, porque los gobiernan la intriga, el encadenamiento de los hechos, la sospecha, la curiosidad, la necesidad de un desenlace; pero hay textos cuyo secreto se libera lentamente, como esos sabores que se expanden y se demoran en el paladar, como esos licores que tardan en obrar su efecto.
Y en cuanto a la velocidad, que es uno de los dioses más crueles de la época, más vale desconfiar. Montaigne decía que el brío de un potro no se mide por su velocidad sino por su capacidad de parar en seco. También podemos decir que la sabiduría de un lector no sólo está en saber avanzar sino en saber detenerse.
Leer es como viajar. Una de las ineptitudes del turismo consiste en que sus protagonistas aspiran a regresar siendo los mismos que eran al partir. El viaje es otra cosa, y Derek Walcott tiene razón en su discurso de Estocolmo, cuando dice que el viajero, a diferencia del turista, es el que entra en contacto con el mundo al que visita, que no busca sólo una presurosa fotografía para su colección, o un recuerdo pintoresco, sino que se atreve a vivir ese mundo, y hasta corre el riesgo de llegar a pertenecerle.
En su poema El viaje, Baudelaire afirmó que los verdaderos viajeros son aquellos que parten por partir. También dice que son una fortuna esos viajes en los que el objetivo se desplaza y se aleja. Y en otro poema, Puesta de sol romántica, declara: “Pero persigo en vano a un dios que se retira”. Esa idea de una isla que se aleja a medida que avanzamos hacia ella, de un objetivo que se desplaza, la idea de que lo que busca el viajero es algo que también va de viaje, puede corresponder a una idea de la lectura distinta de la que suele proponernos nuestra costumbre.
La lectura ha tenido muchas veces en las iglesias y en los estados enemigos feroces. Pero sentimos el temor de que los dos más cordiales enemigos de la lectura terminen siendo la industria editorial y la academia. Cordiales, porque no hay duda de que están muy interesados en que la gente entre en contacto con los libros, pero enemigos, porque no se dan cuenta de que su interés primordial no es siempre la aventura de leer.
La industria editorial en nuestras sociedades, al mismo tiempo que pone el énfasis en la venta de libros, debería ponerlo también en la multiplicación de las experiencias de lectura. A diferencia de las sociedades opulentas, donde los peligros son otros, ¿no está contribuyendo aquí la sociedad de consumo a dificultar ese ejercicio mágico de apropiación del libro por los lectores? Quiero decir que en ninguna parte es tan urgente poner los libros al alcance de los seres humanos, como prioridad de un modelo de civilización.
Cuando acceder al libro es sobre todo una dificultad, ¿por qué quejarnos de que la gente esté leyendo menos? Si en países como España la caída en la venta, y quizás en la lectura de libros, coincide con la crisis económica y social, con la disminución de los recursos, es fácil entender lo que ocurre en sociedades donde lo normal es la crisis. Y ello debería sugerir nuevas estrategias de publicación y divulgación.
Sería absurdo, además de inútil, pretender que la industria editorial renuncie al orden comercial que la define, que se dedique a subsidiar a los que no tienen recursos: pero no sobraría que situándose en el contexto de sociedades pobres o empobrecidas, no se limitara a ofrecer libros sólo a quienes pueden  comprarlos, y se ingeniara la manera de hacerlos accesibles para muchos que los desean y los necesitan.
¿Quién no se ha privado de comprar un libro exclusivamente porque aunque todas las potencias del alma lo anhelaban, “la flaca bolsa de irónica aritmética” como la llamó León de Greiff, no podía responder al desafío? ¿Tienen que resignarse las sociedades a la injusticia de que muchos que anhelan un libro por su belleza, su poder, su elegancia editorial o su refinamiento estético, tengan que privarse del placer, porque no alcanzan los recursos?
Sé que tengo, como todos los escritores, el deber de rechazar la piratería de libros, aunque en el fondo no veo a la industria editorial tan alarmada con ese fenómeno. Acaso sabe que los que compran libros piratas no son los mismos que compran libros legales, que el target, como lo llaman los publicistas, es distinto, y que no hay en realidad competencia.
Pero la piratería sólo se acabará cuando los libros se hagan para todos, pensando en la capacidad adquisitiva de todos. No podemos hacer libros costosísimos y censurar a las comunidades pobres ansiosas de leer, que se resignan a réplicas defectuosas, a versiones degradadas del original.
Hay aquí un conflicto estimulante para la imaginación. Cuando se habla de la crisis de la lectura, más que de una indiferencia de los lectores, estamos hablando de la falta de un compromiso profundo de los estados, las dirigencias culturales y la industria editorial, para responder a las necesidades de una sociedad.
También he hablado de la academia. Nadie duda del desvelo de los maestros por lograr que sus alumnos lean. Pero muy a menudo utilizan unos mecanismos que pueden ser fatales: volver la lectura obligatoria, o imponerle una finalidad demasiado precisa. Yo no creo ser un gran lector: soy un lector que disfruta con ciertos libros, y que no puede vivir sin leer, y sobre todo sin releer, lo que le gusta. Pertenezco al curioso género del lector que no siempre logra terminar los libros, pero que no puede dejar de leer todo el día toda clase de cosas.
Y para ser ese lector desordenado pero apasionado, caprichoso pero laborioso, nada me ayudó tanto como no haber considerado nunca la lectura una obligación. Nunca he leído un libro sólo porque fuera importante, nunca lo terminé porque fuera un deber hacerlo. Al comienzo leía los libros que llegaban a mis manos: con los años he aprendido a buscarlos. Incluso tengo una teoría un poco estrafalaria acerca de que ciertos libros se las ingenian para llegar a ciertos lectores. Los libros de Hermann Hesse, por ejemplo, tenían en otro tiempo, y quizás la conservan, la curiosa capacidad de caer siempre en las manos de los muchachos de catorce años y perturbarles la vida.
Me gusta más que sean los libros los que encuentren a los lectores y los lectores los que encuentren los libros, como en un juego de azar ligeramente dirigido, y no que se imponga toscamente la obligación. Todo requiere sutileza, todo requiere una pequeña fracción de misterio: y las pesadas obligaciones no suelen tener lo uno ni lo otro. Más eficaz es el contagio, más poderosa es la tentación. Más sutil era el padre de Emily Dickinson que le regalaba libros a su hija con la recomendación de que no los leyera, para que no perturbaran su espíritu. Y tal vez más misteriosa era la iglesia católica que volvió tan populares a Voltaire y a Vargas Vila por el curioso camino de prohibir su lectura.
Cervantes decía que su voracidad de lector lo hacía leer hasta los papeles que encontraba en las calles, y no deja de ser conmovedor tratar de imaginar qué clase de papeles podían ser los que se encontraban por las calles en un mundo como la España del siglo XVI, tan escasa en papel comparada con nuestra época, y con una imprenta tan recientemente inventada. Igual tenemos la anécdota de Chesterton, quien una vez subió a un tren para viajar de Londres a alguna ciudad de provincia, y sólo cuando el tren echó a andar comprendió trágicamente que no llevaba nada qué leer. Se entretuvo un rato leyendo en las paredes del vagón las placas que informaban sobre la locomotora, los talleres y las fechas de fabricación. Finalmente, por suerte, encontró en sus bolsillos, que tienen fama de haber sido vastos y hospitalarios, el prospecto de una medicina, y tuvo suficiente material de lectura para no enloquecer hasta la siguiente parada. Los entiendo, porque la lectura, siendo tantas cosas tan altas y tan profundas, es también un vicio, y es acaso, en esta tremenda edad de adicciones, la más noble y salvadora de las adicciones humanas.
Ya he dicho que hoy hay muchas cosas que conspiran contra la lectura; la manía superficial de la información, el espacio saturado de textos imperativos, ciertas pantallas en las que el fantasma del mundo irrumpe a cada rato proponiéndonos cambiar de ocupación. Y los maestros saben como nadie de esa dificultad contemporánea, porque aprender a leer es aprender a estar solo, a menudo aprender a estar quieto, aprender a dialogar consigo mismo, aprender a abandonar la multiplicidad de las inquietudes de la mente, la divagación fragmentaria, y acceder a concentrarse, a seguir el curso de una idea, de una trama, de una intriga, de una argumentación, de una fantasía.
Leer, como viajar, es desprenderse de la orilla habitual a la que se pertenece, y que se cree conocer, y avanzar hacia un objetivo que se desplaza, que cambia a medida que avanzamos, es caminar hacia un dios que se retira. Con ello quiero decir que no podemos saber de antemano lo que buscamos; que es un mal maestro el que cree saber todo lo que va a encontrar una persona en un libro, y también el que cree que en un libro todas las personas encuentran lo mismo.
Una vida de fragmentarias pero intensas lecturas me ha enseñado que leer en realidad es leerse, que lo que se encuentra en los libros, no sólo de ficción sino en textos que aparentemente contienen verdades más objetivas, depende mucho del lector. El autor nos ofrece una partitura; el lector es un intérprete, que pone la ejecución, la manera y la música. Creo que cuando terminamos de leer un libro no sólo hemos conocido al autor sino que nos conocemos un poco más a nosotros mismos.
Creo que es importante que no sepamos de antemano lo que vamos a hallar, y se equivoca el jurado que piensa que es posible saber enseguida qué aprendió el lector. Porque memorizar los textos no siempre supone un aprendizaje. Hay lecturas que sólo liberan sus consecuencias mucho tiempo después del momento en que cerramos el libro. Una lectura verdadera no es un momento de la vida: es algo que permanece, cuyo sabor no nos abandona, cuyas revelaciones son graduales o tardías, algo que sigue en nosotros, creciendo y transformándose.
Por eso es grave y estéril que se pretenda imponerle a la lectura unas finalidades demasiado limitadas. Deberíamos ser capaces con frecuencia, como decía Baudelaire, de partir sólo por partir, de leer sólo por leer. Responder al utilitarismo y a la manía de instrumentalizarlo todo, atendiendo al sentido del verso de Lugones:
Y la luna servía para mirarla mucho.
Texto completo de la ponencia sobre cultura y lectura presentada por el escritor colombiano ante los académicos de la lengua española, que sesionó esta semana en Panamá. Octubre de 2013.

jairmontoyatoro@gmail.com

@jairmontoyatoro

martes, 8 de octubre de 2013

Latinoamérica: Muchas décadas... el mismo sueño... Conversar, Sentir y Pensar... Desde el SUR

Octubre es un mes que han pretendido enseñarnos es el de "descubrimientos" de esta tierra...

Este territorio de pueblos originarios, de mestizos, de latinos... Vibra, sufre, sueña, ama, canta desde siempre... 

Cuanto y como se siente al oir a poetas con décadas de diferencia, con su juventud dando voz, música, sueño, ilusión y dignidad a lo que somos...

Que fortuna escuchar-sentir sus voces, oir su poesía, vibrar latinos y vivos en este SUR, en esta Latinoamérica...

jairmontoyatoro@gmail.com
@jairmontoyatoro

Dar clic en la imagen para disfrutar cada una de las canciones





Latinoamérica - Calle 13

Soy, 
Soy lo que dejaron, 
soy toda la sobra de lo que se robaron. 
Un pueblo escondido en la cima, 
mi piel es de cuero por eso aguanta cualquier clima. 
Soy una fábrica de humo, 
mano de obra campesina para tu consumo 
Frente de frio en el medio del verano, 
el amor en los tiempos del cólera, mi hermano. 
El sol que nace y el día que muere, 
con los mejores atardeceres. 
Soy el desarrollo en carne viva, 
un discurso político sin saliva. 
Las caras más bonitas que he conocido, 
soy la fotografía de un desaparecido. 
Soy la sangre dentro de tus venas, 
soy un pedazo de tierra que vale la pena. 
soy una canasta con frijoles , 
soy Maradona contra Inglaterra anotándote dos goles. 
Soy lo que sostiene mi bandera, 
la espina dorsal del planeta es mi cordillera. 
Soy lo que me enseño mi padre, 
el que no quiere a su patria no quiere a su madre. 
Soy América latina, 
un pueblo sin piernas pero que camina. 

Tú no puedes comprar al viento. 
Tú no puedes comprar al sol. 
Tú no puedes comprar la lluvia. 
Tú no puedes comprar el calor. 
Tú no puedes comprar las nubes. 
Tú no puedes comprar los colores. 
Tú no puedes comprar mi alegría. 
Tú no puedes comprar mis dolores. 

Tengo los lagos, tengo los ríos. 
Tengo mis dientes pa` cuando me sonrío. 
La nieve que maquilla mis montañas. 
Tengo el sol que me seca y la lluvia que me baña. 
Un desierto embriagado con bellos de un trago de pulque. 
Para cantar con los coyotes, todo lo que necesito. 
Tengo mis pulmones respirando azul clarito. 
La altura que sofoca. 
Soy las muelas de mi boca mascando coca. 
El otoño con sus hojas desmalladas. 
Los versos escritos bajo la noche estrellada. 
Una viña repleta de uvas. 
Un cañaveral bajo el sol en cuba. 
Soy el mar Caribe que vigila las casitas, 
Haciendo rituales de agua bendita. 
El viento que peina mi cabello. 
Soy todos los santos que cuelgan de mi cuello. 
El jugo de mi lucha no es artificial, 
Porque el abono de mi tierra es natural. 

Tú no puedes comprar al viento. 
Tú no puedes comprar al sol. 
Tú no puedes comprar la lluvia. 
Tú no puedes comprar el calor. 
Tú no puedes comprar las nubes. 
Tú no puedes comprar los colores. 
Tú no puedes comprar mi alegría. 
Tú no puedes comprar mis dolores. 

Você não pode comprar o vento 
Você não pode comprar o sol 
Você não pode comprar chuva 
Você não pode comprar o calor 
Você não pode comprar as nuvens 
Você não pode comprar as cores 
Você não pode comprar minha felicidade 
Você não pode comprar minha tristeza 

Tú no puedes comprar al sol. 
Tú no puedes comprar la lluvia. 
(Vamos dibujando el camino, 
vamos caminando) 
No puedes comprar mi vida. 
MI TIERRA NO SE VENDE. 

Trabajo en bruto pero con orgullo, 
Aquí se comparte, lo mío es tuyo. 
Este pueblo no se ahoga con marullos, 
Y si se derrumba yo lo reconstruyo. 
Tampoco pestañeo cuando te miro, 
Para q te acuerdes de mi apellido. 
La operación cóndor invadiendo mi nido, 
¡Perdono pero nunca olvido! 

(Vamos caminando) 
Aquí se respira lucha. 
(Vamos caminando) 
Yo canto porque se escucha. 

Aquí estamos de pie 
¡Que viva Latinoamérica! 

No puedes comprar mi vida.


Canción con todos - Mercedes Sosa

Salgo a caminar
Por la cintura cósmica del sur
Piso en la región
Más vegetal del tiempo y de la luz
Siento al caminar
Toda la piel de América en mi piel
Y anda en mi sangre un río
Que libera en mi voz
Su caudal.
Sol de alto Perú
Rostro Bolivia, estaño y soledad
Un verde Brasil besa a mi Chile
Cobre y mineral
Subo desde el sur
Hacia la entraña América y total
Pura raíz de un grito
Destinado a crecer
Y a estallar.
Todas las voces, todas
Todas las manos, todas
Toda la sangre puede
Ser canción en el viento.
¡Canta conmigo, canta
Hermano americano
Libera tu esperanza
Con un grito en la voz!



De donde vengo yo - Chocquibtown

De donde vengo yo 
La cosa no es fácil pero siempre igual sobrevivimos 
Vengo yo 
De tanto luchar siempre con la nuestra nos salimos 
Vengo yo 
Y aquí se habla mal pero todo está mucho mejor 
Vengo yo 
Tenemos la lluvia el frio el calor 

De la zona de los rapi mami papi 
Tenemos problemas pero andamos happy 
Comparsa también bailamos salsa 
Y bajamos el rio en balsa 
El calor se siente eeeh… 
Y no hay problema pa’ tomase su botella de aguardiente 
Hace días que soliaos te la pasas enguayabado 

Todo el mundo toma whisky… aja 
Todo el mundo anda en moto… aja 
Todo el mundo tiene carro… aja 
Menos nosotros… aja 
Todo el mundo come pollo… aja 
Todo el mundo está embambado… aja 
Todo mundo quiere irse de aquí 
Pero ninguno lo ha logrado 

De donde vengo yo 
la cosa no es fácil pero siempre igual sobrevivimos 
Vengo yo 
De tanto luchar siempre con la nuestra nos salimos 
Vengo yo 
Y aquí se habla mal pero todo está mucho mejor 
Vengo yo 
Tenemos la lluvia el frio el calor 

De donde vengo yo 
Si mi señor 
Se baila en verbena con gorra y con sol 
Con raros peinados o con extensión 
Critíquenme a mí o lo critico yo 
Si tomo cerveza no tengo el botín 
Y si tomo whisky hay chaglo y blin blin 
Y si tengo oro en el cuello colgado 
Hay ia iay… es porque estoy montado 

Todo el mundo toma whisky… aja 
Todo el mundo anda en moto… aja 
Todo el mundo tiene carro… aja 
Menos nosotros… aja 
Todo el mundo come pollo… aja 
Todo el mundo está embambado… aja 
Todo mundo quiere irse de aquí 
Pero ninguno lo ha logrado 

De donde vengo yo 
La cosa no es fácil pero siempre igual sobrevivimos 
Vengo yo 
De tanto luchar siempre con la nuestra nos salimos 
Vengo yo 
Y aquí se habla mal pero todo está mucho mejor 
Vengo yo 
Tenemos la lluvia el frio el calor 

Acá tomamos agua de coco 
Lavamos moto 
Todo el que no quiere andar en rapi moto 
Carretera destapada pa’ viajar 
No plata pa’ comer hey… pero si pa’ chupar 
Característica general alegría total 
Invisibilidad nacional e internacional 
Auto-discriminación sin razón 
Racismo inminente mucha corrupción 
Monte culebra 
Máquina de guerra 
Desplazamientos por intereses en la tierra 
Su tienda de pescado 
Agua por todo lado 
Se represa 
Que ni el discovery ha explotado 

Hay minas llenas de oro y platino 
Reyes en la biodiversidad 
Bochinche entre todos los vecinos 
Y en deporte ni hablar 

De donde vengo yo 
Ya cosa no es fácil pero siempre igual sobrevivimos 
Vengo yo 
De tanto luchar siempre con la nuestra nos salimos 
Vengo yo 
Y aquí se habla mal pero todo está mucho mejor 
Vengo yo 
Tenemos la lluvia el frio el calor 

Chaio condoto istmita… aja 
La quinta San Pedro yesquita el disfraz (bis) 

De donde vengo yo 
Ya cosa no es fácil pero siempre igual sobrevivimos 
Vengo yo 
De tanto luchar siempre con la nuestra nos salimos 
Vengo yo 
Y aquí se habla mal pero todo está mucho mejor 
Vengo yo 
Tenemos la lluvia el frio el calor 


De donde vengo yo 
La cosa no es fácil pero siempre igual sobrevivimos 
Vengo yo 
De tanto luchar siempre con la nuestra nos salimos 
Vengo yo 
Y aquí se habla mal pero todo está mucho mejor 
Vengo yo 
Tenemos la lluvia el frio el calor 

De la zona de los rapi mami papi 
Tenemos problemas pero andamos happy 
Comparsa también bailamos salsa 
Y bajamos el rio en balsa 
El calor se siente eeeh… 
Y no hay problema pa’ tomase su botella de aguardiente 
Hace días que soliaos te la pasas enguayabado 

Todo el mundo toma whisky… aja 
Todo el mundo anda en moto… aja 
Todo el mundo tiene carro… aja 
Menos nosotros… aja 
Todo el mundo come pollo… aja 
Todo el mundo está embambado… aja 
Todo mundo quiere irse de aquí 
Pero ninguno lo ha logrado 

De donde vengo yo 
la cosa no es fácil pero siempre igual sobrevivimos 
Vengo yo 
De tanto luchar siempre con la nuestra nos salimos 
Vengo yo 
Y aquí se habla mal pero todo está mucho mejor 
Vengo yo 
Tenemos la lluvia el frio el calor 

De donde vengo yo 
Si mi señor 
Se baila en verbena con gorra y con sol 
Con raros peinados o con extensión 
Critíquenme a mí o lo critico yo 
Si tomo cerveza no tengo el botín 
Y si tomo whisky hay chaglo y blin blin 
Y si tengo oro en el cuello colgado 
Hay ia iay… es porque estoy montado 

Todo el mundo toma whisky… aja 
Todo el mundo anda en moto… aja 
Todo el mundo tiene carro… aja 
Menos nosotros… aja 
Todo el mundo come pollo… aja 
Todo el mundo está embambado… aja 
Todo mundo quiere irse de aquí 
Pero ninguno lo ha logrado 

De donde vengo yo 
La cosa no es fácil pero siempre igual sobrevivimos 
Vengo yo 
De tanto luchar siempre con la nuestra nos salimos 
Vengo yo 
Y aquí se habla mal pero todo está mucho mejor 
Vengo yo 
Tenemos la lluvia el frio el calor 

Acá tomamos agua de coco 
Lavamos moto 
Todo el que no quiere andar en rapi moto 
Carretera destapada pa’ viajar 
No plata pa’ comer hey… pero si pa’ chupar 
Característica general alegría total 
Invisibilidad nacional e internacional 
Auto-discriminación sin razón 
Racismo inminente mucha corrupción 
Monte culebra 
Máquina de guerra 
Desplazamientos por intereses en la tierra 
Su tienda de pescado 
Agua por todo lado 
Se represa 
Que ni el discovery ha explotado 

Hay minas llenas de oro y platino 
Reyes en la biodiversidad 
Bochinche entre todos los vecinos 
Y en deporte ni hablar 

De donde vengo yo 
Ya cosa no es fácil pero siempre igual sobrevivimos 
Vengo yo 
De tanto luchar siempre con la nuestra nos salimos 
Vengo yo 
Y aquí se habla mal pero todo está mucho mejor 
Vengo yo 
Tenemos la lluvia el frio el calor 

Chaio condoto istmita… aja 
La quinta San Pedro yesquita el disfraz (bis) 

De donde vengo yo 
Ya cosa no es fácil pero siempre igual sobrevivimos 
Vengo yo 
De tanto luchar siempre con la nuestra nos salimos 
Vengo yo 
Y aquí se habla mal pero todo está mucho mejor 
Vengo yo 
Tenemos la lluvia el frio el calor




Somos Pacífico - Chocquibtown

Somos pacífico, estamos unidos 
Nos une la región 
La pinta, la raza y el don del sabor 
Somos pacífico, estamos unidos 
Nos une la región 
La pinta, la raza y el don del sabor 

Ok! Si por si acaso usted no conoce 
En el pacífico hay de todo para que goce 
Cantadores, colores, buenos sabores 
Y muchos santos para que adores 

Es toda una conexión 
Con un corrillo chocó, valle, cauca 
Y mis paisanos de Nariño 
Todo este repertorio me produce orgullo 
Y si somos tantos 
Porque estamos tan al cucho (* en la esquina) 

Bueno, dejemos ese punto a un lado 
Hay gente trabajando pero son contados (7-14-21) 
Allá rastrillan, hablan jerguiados 
Te preguntan si no has janguiado (hanging out) 
Si estas queda’o 
Si lo has copiado, lo has vacilado 
Si dejaste al que está malo o te lo has rumbeado 

Hay mucha calentura en Buenaventura 
Y si sos chocoano sos arrecho por cultura, ey! 

Somos pacífico, estamos unidos 
Nos une la región 
La pinta, la raza y el don del sabor 
Somos pacífico, estamos unidos 
Nos une la región 
La pinta, la raza y el don del sabor 

Unidos por siempre, por la sangre, el color 
Y hasta por la tierra 
No hay quien se me pierda 
Con un vínculo familiar que aterra 
Característico en muchos de nosotros 
Que nos reconozcan por la mamá 
y hasta por los rostros 

Étnicos, estilos que entre todos se ven 
La forma de caminar 
El cabello y hasta por la piel 
Y dime quién me va a decir que no 
Escucho hablar de San Pacho 
Mi patrono allá en Quibdo, ey! 

Donde se ven un pico y juran que fue un beso 
Donde el manjar al desayuno es el plátano con queso 
Y eso que no te he hablado de Buenaventura 
Donde se baila el currulao, salsa poco pega’o 
Puerto fiel al pescado 
Negras grandes con gran tumba’o 
Donde se baila aguabajo y pasillo, 
en el lado del río (*ritmo folclórico) 
Con mis prietillos 

Somos pacífico, estamos unidos 
Nos une la región 
La pinta, la raza y el don del sabor 
Somos pacífico, estamos unidos 
Nos une la región 
La pinta, la raza y el don del sabor 

Es del pacífico, guapi, timbiquí, tumaco 
El bordo cauca 
Seguimos aquí con la herencia africana 
Más fuerte que antes 

Llevando el legado a todas partes 
de forma constante 
expresándonos a través de lo cultural 
música, artes plástica, danza en general 
acento golpia’o al hablar 
el 1,2,3 al bailar 
después de eso seguro hay muchísimo más 

Este es pacífico colombiano 
Una raza un sector 
Lleno de hermanas y hermanos 
Con nuestra bámbara y con el caché 
(*bendición, buen espíritu) 
Venga y lo ve usted mismo 
Pa vé como es, y eh! 
Piense en lo que se puede perder, y eh! 
Pura calentura y yenyeré, y eh! 

Y ahora dígame que cree usted 
Por qué Colombia es más que coca, marihuana y café.